Cristina Zambrano
Al descender a tierra firme, aquellos marineros que
habían atravesado el mar desafiando grandes peligros, supieron de
inmediato que habían perdido el rumbo. Lo confirmaban las aguas
color turquesa, las arenas blancas y el asombro de aquellos hombres y
mujeres semi desnudos que tímidamente les saludaban desde la costa.
La sorpresa fue mutua: los nativos, creyeron ver dioses en los
curtidos rostros de miradas azules y éstos creyeron estar en las
indias. Y así nomás comenzó el fin de los tiempos, según las
viejas profecías de los tataratatarabuelos, y el principio de un
nuevo mundo, según los primeros conquistadores de lo que sería
“América, la bella”.
Dominga había escuchado este relato de su madre
muchas veces, y cómo la Provincia de Caracas, un valle verde y
espléndido, se fue poblando en esos primeros años del siglo XVIII
de grandes haciendas dedicadas al cultivo del cacao, el café y la
caña de azúcar, sembradíos que regaban sus aromas por todos los
senderos. En las huertas y patios de las casas se cosechaban flores,
frutas y hortalizas que salían a la venta en el mercado local cada
sábado. La gritería y la frescura de las naranjas era un verdadero
gusto.
En sus largas caminatas, Dominga oía el lamento de
los negros esclavos cuando el látigo estallaba en sus pieles. En
otras, escuchaba sus cantos monótonos que adormecían todo cuanto la
rodeaba, un escozor le recorría el sentimiento. De niña supo que
era una parda, casta que se definía por la mayor o menor cantidad de
sangre negra que corría por sus venas. Sabía que era el resultado
del odio y del amor, del placer y la violencia, pues sus ancestros
blancos, indios y negros se unieron para producir la más hermosa
mezcla de colores y ella, orgullosa, lucía su tono café con leche.
Dominga veía pasar a las damas encopetadas cuando
iban a misa con dos o más esclavas, alardeando de su posición
social, y en un arrebato, con su contoneo y amplia sonrisa,
alborotaba la envidia y el deseo de los hombres. Este comportamiento
provocó un matrimonio impuesto, cuando su madre doña Josefa María
Orvaes, a fin de evitar un escándalo, pactó con un carpintero de la
vecindad.
La joven había nacido en el año 1777, al igual que
su terruño, cuando el rey de España, un tal Carlos III, dicta una
real orden que dispuso la unificación de toda la región con el
rimbombante nombre de Capitanía General de Venezuela. Este suceso la
conmovía, sentía que algo importante había ocurrido mientras ella
venía a este mundo.
Su curiosidad por estos relatos, por las leyes y
ordenanzas que regían la cotidianidad de sus vidas, le ayudarían
años más tarde en su defensa ante una sociedad que la condenó,
porque según la iglesia católica había cometido pecado mortal, esa
iglesia adonde acudía en esos días que le provocaba hablar en
privado con el Dios de los blancos.
En el fragor de la dura faena, Dominga apenas se
daba cuenta del paso del tiempo con un matrimonio a cuestas, en el
cual las noches eran de hastío y asco. Doña Josefa le aconsejaba
cómo sobrellevar su destino, pero ella se resistía a esa opresión,
como si la sangre rebelde de sus antepasados la empujara a lo
desconocido.
Ese día en que lavaba la ropa en el río, sus
miradas se cruzaron, pero también sus almas y no pudieron evitarlo.
Tres semanas después volvió a verlo, supo que se llamaba José
Francisco Barroso, se desempeñaba como escribano público en la
ciudad de Coro y era casado. A partir de entonces no pudo sacarlo de
su cabeza, a pesar de los baños de yerbas que le recomendó una
curiosa para que el mal saliera de su cuerpo y de su mente.
En apacible tarde de fresco clima, bajo el frondoso
árbol de mango, Dominga soñaba con lo que suponía era el verdadero
amor. Le contaba a su viejo árbol que su corazón era un vendaval y
que su sangre hervía cada vez que la imagen de José Francisco
llegaba.
De pronto, como el estruendo de una centella, la
parda Dominga Ases apostó por él, que era como arrojarse a un
profundo abismo. Después de la última golpiza que le propinó su
marido, lo abandonó y siguió a José Francisco hasta la localidad
de La Victoria, pero estaba lejos de suponer que la suerte no le
acompañaría.
Al clarear del nuevo día, la joven extrañó la
actividad de su antiguo hogar. El pequeño huerto, sus paredes de
bahareque y techo de paja. La algarabía musical del gallinero, el
mugido de las vacas, el golpe del hacha sobre la leña para encender
el fogón, donde en instantes borboteaba un exquisito olor a café
recién colado. Suspirando se decía a sí misma: todo pasa.
La nueva etapa de su existencia se desplazaba en los
quehaceres de la nueva casa de amplias ventanas, donde colgaban
nutridos maceteros y el patio transformado en parcela agrícola que
cada día atendía junto a Ramón, uno de los hijos de José
Francisco. Tras cada jornada terminaba exhausta, pero el cálido amor
que su marido le prodigaba, la llenaba de alegría y vitalidad.
Aquella tarde del 4 de diciembre de 1805, Dominga
preparaba la cena cuando el alcalde de barrio Don Nicolás Quevedo,
tocó a su puerta con una orden de arresto, por las repetidas
denuncias en el escandaloso y adulterino concubinato que llevaba
desde hacía mucho tiempo. Los reos escucharon con atención los
cargos por los que debían responder ante la ley, en especial
aquellas duras palabras: “Mayor pena merece la mujer imprudente que
obstinándose en el olvido de su deber, se complace en hacer gala de
su extravío”.
Entre lágrimas Dominga se quejaba y pensaba en lo
absurdo de esas leyes. ¿Acaso ellos sabían de la ternura de sus
manos al recoger las flores que colocaba ante el altar de sus santos?
¿O cuando servía los platos de la sencilla cena? “¿Dioses dónde
están?”, gritaba desesperada la parda que se atrevió a desafiar
los rigores de su época. De inmediato José Francisco fue remitido a
la cárcel y ella al hospicio de mujeres.
El alcalde, a efectos de justificar con prontitud
esta detención, convoca a los testigos, quienes afirmaron que a
pesar de haber instado a los enamorados a reflexionar, ellos
insistieron en ese amancebamiento vergonzoso y por demás pecaminoso.
El mayor dolor de Dominga fue escuchar a su propia madre, padrastro e
hijastro acusarla, hundiéndola más allá de lo que sus fuerzas
podían sostenerla.
Las lágrimas brotaron y en un instante comprendió
que la página final del libro de su vida se escribía. Ninguna de
las apelaciones del procurador de pobres a favor de los acusados eran
atendidas. Todas eran rebatidas por el fiscal y el 7 de marzo de 1806
se promulga la sentencia: José Francisco cuatro años de destierro a
cuarenta leguas fuera de la ciudad de Caracas y Dominga a servir por
igual tiempo en la casa de Misericordia. Los condenados, al retirarse
del estrado, se miraron por última vez.
La rigurosa vida de encierro y las vejaciones que
sufría con frecuencia, minaron la salud de la parda y en noches de
delirios rogaba por retornar al hogar materno, pero aquella mañana
del 1 de octubre de ese frío año de 1806 su alma se quebró en
miles de fragmentos en ese último suspiro.
En la Provincia de Caracas caían a raudales las
hojas de los árboles, tiñendo los campos de ocres y naranjas en ese
ralo otoño. Y el viejo árbol de mango, confidente de Dominga no fue
la excepción; sus mustias hojas se desprendían con desgano
cubriendo los sueños de una mujer que se atrevió a creer que podía
ser feliz, como aquellos colibríes que hacían sus nidos en los
maceteros que su José Francisco había sembrado para ella.
Epílogo
Este relato está basado en hechos reales
acontecidos durante el siglo XVIII. Mi encuentro con esta historia
fue casual. Durante una revisión documental para cumplir con una
asignatura durante mis años de estudio, revisión que poco a poco se
convirtió en curiosidad, y luego en pasión por saber cómo
terminaban los amores de una pareja que se atrevió a desafiar la
sociedad de su época, tan llena de prejuicios y dureza.
Los detalles de esta causa reposan en la sección
“civiles”, Departamento de Historia, en la Academia Nacional de
la Historia. Se titula Causa contra José Francisco Barroso por el
delito de amancebamiento y adulterio con Dominga Ases.
Evacuados los diferentes alegatos de la defensa de
la pareja por espacio de año y medio, se ratifica la sentencia:
cuatro (4) años de destierro para él y cuatro (4) años para ella
de encierro en la Casa de Misericordia.
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